esperándola...
(kelly orchid frog)
( cuento ligeramente añejo, hermosamente vivo)
( La amante del horizonte...
Cuando se metía al mar, no buscaba mas que a las olas, su poder, su fuerza, su atracción.
Se sumergía con pasos lentos, luego corría a su encuentro, nadando hacia el peligro de las explosiones. Y cuando sentía que la revolcaban, la lucha entre su cuerpo y el agua parecía una batalla de pasión, de placer. No podía luchar, no podía implorar, se dejaba llevar sintiendo su cuerpo arrastrado hacia infinidad de direcciones diferentes, la aventaba contra él mismo, contra la arena, la hundía hasta que vibraba de placer, en busca de aire: la hacia suya.
El sabor a sal eran lágrimas de éxtasis que se revolvían con sus propios ojos; la fuerza con la que trataba de luchar encontrándose rodeada por todo él obligándola a dejarse llevar, a dejarse guiar por él, ya que no podía hacer nada que cambiara el curso de sus deseos.
Y los enfrentamientos terminaban en un respirar profundo fuera tras haber visto todos los verdesazules posibles e inimaginables. Y un poco de tranquilidad la esperaba, unos instantes de sosiego antes de penetrar, antes de volverse a retar de nuevo y sentir toda la inmensidad del inacabable transportarla a otro estado de percepción, a otro vivir, ser. El mar la hacía suya.
Y algunos días, horas o segundos decidía quedarse fuera, simplemente observándolo, teniendo celos de quien se le acercara o se zambullera dentro, y admiraba su belleza. Su mirada rozaba todo su movimiento en la distancia, y se sabía pequeña.
A veces simplemente jugueteaban sin herirse, sin demasiada intensidad, como dos avecillas pequeñas que acaban de aprender a volar juntas. Y ella flotaba sintiéndolo en todo su cuerpo, besos de espuma, acariciándola sin pedir perdón por haberla lastimado en el último encuentro pasional; se hundía y él la hacia levantarse abrazándola por doquier, sin dejarla siquiera un latido, una caída del mar sobre la arena, él la sabía suya mientras que el mismo sonido los arrullaba en esos momentos de adormecimiento amoroso.
El cielo con su infinito hacia arriba, con sus ojos estrellados, sus orgasmos de colores cuando el sol se despedía del día, era tan distinto a su amor, y demasiado parecido en su perpetua eternidad. Ella desnuda con el cabello nadando a su alrededor, lleno de arena y sal, miraba hacia arriba y se preguntaba como el otro le haría el amor.
La transparencia del cielo cuando se encontraba debajo del mar le abría el pecho ante el infinito del otro inalcanzable, y de su propio amante.
Sentía celos y añoranza por el otro azul eterno, el inacabable, y le gustaba fantasear con el volar alto, y sentirse inmersa en los vientos y la luminosidad, el placer y la… pero su amante tan presente la besaba con una lengua salada y unos labios mojados por lágrimas que la hacían olvidarse de lo que estuviera fuera de la textura que conocía su cuerpo a la perfección. Y los dedos del otro no consentían tanta diversidad de colores; el reflejo de las nubes del mar eran las olas del cielo.
Un día sus añoranzas se hicieron tan presentes dentro de ella a pesar del estar constante de su amante. Decidió tenerlos a ambos al mismo tiempo, y emprendió el nado hacia el horizonte, dónde los dos se juntaban el instante en que la última gota de sol desaparecía del día. Ese momento contenía la presencia absoluta de ambos amantes, él, que la rodeaba y la tocaba constantemente, y el otro, aquel al que veía debajo del agua en los momentos de explosión, mirando hacia arriba. Deseaba más que nada saber, sentir la textura de ese otro volar sobre su piel desnuda. Y lo que sería tener el aliento de ambos sobre su cuerpo, haciéndola vibrar.
Ambos la vieron partir hacia los dos, y la siguen esperando desde entonces, en ese instante en que la última gota de sol desaparece del horizonte, y el mar y el cielo se unen, haciendo el amor sin ella pero esperándola, por siempre esperándola. )
Cuando se metía al mar, no buscaba mas que a las olas, su poder, su fuerza, su atracción.
Se sumergía con pasos lentos, luego corría a su encuentro, nadando hacia el peligro de las explosiones. Y cuando sentía que la revolcaban, la lucha entre su cuerpo y el agua parecía una batalla de pasión, de placer. No podía luchar, no podía implorar, se dejaba llevar sintiendo su cuerpo arrastrado hacia infinidad de direcciones diferentes, la aventaba contra él mismo, contra la arena, la hundía hasta que vibraba de placer, en busca de aire: la hacia suya.
El sabor a sal eran lágrimas de éxtasis que se revolvían con sus propios ojos; la fuerza con la que trataba de luchar encontrándose rodeada por todo él obligándola a dejarse llevar, a dejarse guiar por él, ya que no podía hacer nada que cambiara el curso de sus deseos.
Y los enfrentamientos terminaban en un respirar profundo fuera tras haber visto todos los verdesazules posibles e inimaginables. Y un poco de tranquilidad la esperaba, unos instantes de sosiego antes de penetrar, antes de volverse a retar de nuevo y sentir toda la inmensidad del inacabable transportarla a otro estado de percepción, a otro vivir, ser. El mar la hacía suya.
Y algunos días, horas o segundos decidía quedarse fuera, simplemente observándolo, teniendo celos de quien se le acercara o se zambullera dentro, y admiraba su belleza. Su mirada rozaba todo su movimiento en la distancia, y se sabía pequeña.
A veces simplemente jugueteaban sin herirse, sin demasiada intensidad, como dos avecillas pequeñas que acaban de aprender a volar juntas. Y ella flotaba sintiéndolo en todo su cuerpo, besos de espuma, acariciándola sin pedir perdón por haberla lastimado en el último encuentro pasional; se hundía y él la hacia levantarse abrazándola por doquier, sin dejarla siquiera un latido, una caída del mar sobre la arena, él la sabía suya mientras que el mismo sonido los arrullaba en esos momentos de adormecimiento amoroso.
El cielo con su infinito hacia arriba, con sus ojos estrellados, sus orgasmos de colores cuando el sol se despedía del día, era tan distinto a su amor, y demasiado parecido en su perpetua eternidad. Ella desnuda con el cabello nadando a su alrededor, lleno de arena y sal, miraba hacia arriba y se preguntaba como el otro le haría el amor.
La transparencia del cielo cuando se encontraba debajo del mar le abría el pecho ante el infinito del otro inalcanzable, y de su propio amante.
Sentía celos y añoranza por el otro azul eterno, el inacabable, y le gustaba fantasear con el volar alto, y sentirse inmersa en los vientos y la luminosidad, el placer y la… pero su amante tan presente la besaba con una lengua salada y unos labios mojados por lágrimas que la hacían olvidarse de lo que estuviera fuera de la textura que conocía su cuerpo a la perfección. Y los dedos del otro no consentían tanta diversidad de colores; el reflejo de las nubes del mar eran las olas del cielo.
Un día sus añoranzas se hicieron tan presentes dentro de ella a pesar del estar constante de su amante. Decidió tenerlos a ambos al mismo tiempo, y emprendió el nado hacia el horizonte, dónde los dos se juntaban el instante en que la última gota de sol desaparecía del día. Ese momento contenía la presencia absoluta de ambos amantes, él, que la rodeaba y la tocaba constantemente, y el otro, aquel al que veía debajo del agua en los momentos de explosión, mirando hacia arriba. Deseaba más que nada saber, sentir la textura de ese otro volar sobre su piel desnuda. Y lo que sería tener el aliento de ambos sobre su cuerpo, haciéndola vibrar.
Ambos la vieron partir hacia los dos, y la siguen esperando desde entonces, en ese instante en que la última gota de sol desaparece del horizonte, y el mar y el cielo se unen, haciendo el amor sin ella pero esperándola, por siempre esperándola. )
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